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ISSN 1989-4163

NUMERO 04 - VERANO 2009

 

Lorena Verdún

David Torres

(Fragmento del libro "Bellas y Bestias", Editorial Sloper)

Esta muchacha un poco alocada y un mucho pizpireta es una suma viva de contradicciones. La nariz entrometida y detectivesca no se aviene con la sonrisa socarrona de la boca. La frente irreflexiva no casa con el mentón, cuya sólida construcción parece hecha a propósito para encajar una mano cerrada y pensativa, a ser posible de mármol. Incluso el nombre, que sugiere lirios y miriñaques, gasas y dulzuras, nada tiene que ver con la masacre viril del apellido, un histórico revoltijo de fango, trincheras, cantimploras agujereadas y gas mostaza. En una palabra: Europa.

Sin embargo, no hay nada viril ni europeo en ella. Por todo su cuerpo flota un aura de inquietante feminidad, procedente, tal vez, de los ojos, pero sobre todo de la piel, que resplandece como leche fresca, como nieve al mediodía. Es una piel para contemplar a media luz, en la penumbra del dormitorio, y sin embargo capaz de resistir la potencia de los focos y el chisporroteo obsceno de los televisores. La educación, las buenas maneras, la ropa alegre, el léxico preciso intentan civilizar su piel, pero ella no se deja. Se viste de Verdún, pero se desviste de Lorena. Esa antítesis deja escapar un extraño aroma a selva amazónica, a tribu, a río ecuatorial, a barro, a ceremonia iniciática, aunque no hay nada ni remotamente amazónico ni fluvial en las formas ni en las facciones.

Desde luego, es una mujer que sabe vestirse. Sabe además – pero no por estudios ni por instinto, sino por puro y simple sentido común– que un cuerpo desnudo sólo incita al caballete y que la libido masculina es un niño al que le gusta abrir regalos. Por eso habla tanto de lencería, medias, sostenes, anillos, maquillaje, tacones y otros juguetes. Por eso sabe cómo realzar cada uno de sus hombros de manera que parezcan un enigma, una adivinanza, uno de esos dibujos inconclusos en los que hay que unir los puntos de un solo trazo. Desnudo, el hombro izquierdo emula a un muslo, a un escote italiano. Tapado, el hombro derecho, se incendia con asimétrico impudor.

Es impresionante la cantidad de erotismo que acumula la línea de ese hombro desnudo, cuando las venas de la garganta y la filigrana del omóplato parecen dibujados por el pincel japonés de la imaginación: una tierra de nadie entre el vestido y el aire, entre la nieve estrechable de los brazos y la nieve estrangulable del cuello. El asesinato, el perdón, la desesperación, la furia: todas las fantasías masculinas se agolpan entonces en el mando a distancia.

Habla de sexo mientras las manos revolotean incesantes, nerviosas como pájaros enjaulados. Habla y habla y las cosas que dice no se corresponden del todo con la mirada limpia y con la sonrisa de qué te creías. Los gestos son explícitos, casi indecentes, pero las manos siguen siendo inocentes, delicadas, expresivas y bellas: un par de abejarucos blancos, empeñados en un complicado protocolo nupcial. Sin embargo, se diría que tienen ganas de pasar a la acción y dejarse de tantos preámbulos y explicaciones. El contraste entre la terminología médica y la mímica ornitológica suele causar en el telespectador una extraña inquietud, un desasosiego, una risa tonta y nerviosa: algo así, como el descubrimiento de que a Wittgenstein le gustaban los helados, de que María Zambrano usaba medias de encaje o de que Stockhausen, en la intimidad, toca la zambomba.

Pero es muy joven, casi una niña, y las niñas no deberían hablar de ciertas cosas. Al fin y al cabo, hay cosas que no se dicen. Se hacen.

Lorena Verdún
 
 

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